Por: Karen Campos
Hace un par de días, Guns N’ Roses pidió a su público mexicano que hiciera inolvidable la última fecha de esta gira que los trajo de regreso a tierra azteca. Y el público respondió a esa petición con los ánimos encendidos, con un Estadio GNP Seguros que no dejó de corear las canciones, y con gente que, ya entrada la noche y ambientada con cada tema, encendió un porrito y le dio ese toque de rebeldía al ambiente, muy a la vieja escuela del rock.
Y es que Guns N’ Roses es de esas pocas bandas que aún nos quedan en escena para disfrutar en vivo. Ellos conservan la esencia del rock en su interior, y sus fans, sin importar la edad, siguen siendo fieles. Así que la noche del 8 de noviembre, los asistentes sacaron sus chamarras de cuero, sus botas negras y aquellos paliacates que en algún momento logró popularizar Axl Rose. Casi 65 mil personas abarrotaron el recinto e hicieron olas mientras la banda se preparaba para su gran entrada porque, fieles a su estilo, el concierto dio inicio con un retraso de 20 minutos, como si quisieran alimentar un poco más la anticipación.
Me gustaría decir que, para ser el último concierto, todo salió perfecto, pero no fue así, pues tuvieron un arranque atropellado. Las proyecciones en pantalla lucían bien, pero el sonido estaba tan bajo que apenas era un murmullo opacado por los gritos y chiflidos de los fans, quienes reclamaban que el audio andaba mal. Sin embargo, eso dejó de importar cuando “Welcome To The Jungle” comenzó a sonar con esa fuerza y energía incomparable. Bastaron unos segundos para que Axl, Slash, Duff, Dizzy, Issac, Richard y Melissa tuvieran rendido al estadio a sus pies, con gente saltando de emoción y un público que no pudo evitar corear este primer tema, como si fuera la primera vez que la escuchaban en vivo.
La gente en gradas se puso de pie para poder disfrutar y cantar cada canción como es debido. Además, no sería muy rockero de nuestra parte estar sentados cuando la vibra de la banda estaba en su punto más alto, aun con los detalles técnicos del audio. Gracias a ello, hubo algunos ligeros cambios en el orden del setlist; detalles que solo los más clavados en la banda notaron. Aunque, he de decir, la omisión de “Civil War” sí la resentimos varios de los seguidores, como un pequeño hueco en el corazón del repertorio.
“¿Qué opinas del viejo Axl?”, preguntó un fan al terminar el concierto a su acompañante. El otro respondió: “Bien, aunque salía cada tres canciones por su pasón de oxígeno.” Ambos rieron, al igual que algunas personas a su alrededor. Pero para ser justos con el buen Axl, hay que decir que cada tres canciones salía del escenario principalmente para hacer cambios en su vestuario: desde chamarras más vaqueras y camisas de colores, hasta sacos con brillantes. Axl interpretó, cantó y además nos dio looks dignos de una estrella de rock, mientras el resto de la banda se dedicaba a complacer a sus seguidores con solos de batería, guitarra y bajo. Y sí: esa actitud de estrella es parte del encanto. Parte del show.
Tanto Slash como Duff se dieron el lujo de tener una interpretación propia, en donde Axl dejó el escenario y las estrellas fueron ellos. Aunque, vamos a ser honestos: Slash brilla en cada canción. Su presencia, ese caminar casi felino y su maestría en la guitarra lo hacen destacar y convertirse en un imán hipnótico para la mirada del público. Sus solos, cargados de técnica pero también de sentimiento, le recordaron a todos por qué su silueta —sombrero de copa, rizos salvajes y Gibson en mano— se convirtió en un símbolo universal del rock. En “Sweet Child O’ Mine”, el estadio entero terminó atrapado en su solo, como si hubieran regresado a 1987 por unos segundos.
En esta noche de cierre, la gente acompañó con las luces de su celular a la banda en “Patience”, gritó a todo pulmón con “Live and Let Die” y sí, algunos lloraron con “November Rain” y “Don’t Cry”. Pero la joya de la corona y el descontrol total llegó al final del show con una entrega absoluta en “Paradise City”: las cervezas volaron, los cuerpos saltaron y el olor a esa plantita mágica se intensificó en cada rincón del Estadio GNP, mientras los fuegos artificiales sellaban la que, probablemente, será recordada como una de las noches más potentes del rock en la Ciudad de México.
Al final, cuando las luces se encendieron y el humo se disipó, quedó claro que hay bandas que no necesitan presentaciones ni explicaciones; simplemente existen y resuenan en la memoria colectiva. Guns N’ Roses volvió a recordarnos por qué el rock se defiende en vivo: imperfecto, ruidoso, rebelde, con olor a cerveza y guitarras incendiarias. Y mientras esa esencia siga latiendo en el escenario, habrá quien levante el puño, encienda la luz del celular y grite a todo pulmón que el rock no ha muerto… ni piensa hacerlo.
